Un tango sin pareja

Estaba en alguna calle perdida de mi ciudad; era amplia, y a la vez vacía. No había un solo coche acelerando por el asfalto, ni siquiera aparcado. En los edificios, bajos, ninguna luz estaba encendida. Lo único que mostraba que el tiempo seguía corriendo eran las plantas que rompían los cementos de los bloques y el suelo, y la brisa que bufaba cuando quería haciendo que se movieran.
     Encendí el cigarrillo, le dí una calada, y me apoyé en esa pared gastada. Sentía que mi alma se apartaba de mi cuerpo para irse a llorar sin que yo la consolara. Mi mente se reía de ella, se burlaba. La engañaba y la reducía para que no tuviera fuerza. La mente era la comandante, la que actuaba sin pensar y la que anulaba todo lo que salía del sentir. La otra se hacía una bola que cada vez tenía menos brillo; chillaba sin voz y hablaba sin palabras. La mente, ida, empezaba a creerse que ella era el alma, escapando de cualquier realidad real y cualquier sentimiento sentido. Cada vez pensaba más y menos nítido, cada vez recordaba menos y fallecía más. 
    Hasta que me dejé ir. 
    Hasta que dejé de escuchar a mi mente.
    Hasta que empecé a sentir a mi alma. 
    Entonces empecé a entender, y caí en una tormenta de emociones.



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