Piratas

A bordo del Zeus el capitán guiaba con seguridad a su tripulación por entre los mares del sur; El Jefe, le llamaban, por la gran facilidad en resolver los peores contratiempos y su mente fría en cualquier adversidad que se presentara. Sus marineros nunca habían luchado por el puesto de capitán, le respetaban y acataban todas sus normas sin la más mínima queja.


El día 2 de agosto de 1722 el océano era cristalino azulado, tan transparente, que podías ver a través de los cuatrocientos metros de agua; era algo inusual, teniendo en cuenta que estaban en alta mar: peces rojos, verdes, amarillos y azules; algas de todos los tamaños, colores y formas. La tripulación del Zeus celebraba su última victoria contra sus enemigos los Piratas Azules en la cámara del capitán. Una mesa larga de madera llena de monedas, collares de perlas y piedras preciosas, anillos, lingotes y polvo de oro esparcidos sin orden ni concierto. En los huecos que quedaban había comida de lujo humeante robada de las cocinas del otro barco: pollo relleno de manzanas al horno adornado con una deliciosa salsa marrón caramelizada, un cerdo cocido entero en su jugo, enormes faisanes rellenos de frutos rojos y vino, montones de jarras con vino rojo y brillante. Con una sola mirada se podía apreciar el esplendido banquete pirata y que deseable y sabroso era lo que tenían ante sus ojos.

Sobre los estantes de madera vieja que había en el camarote del capitán, se encontraban preciosas botellas de licor y alcohol puro de tonos anaranjados.

—¡Celebremos esto como Dios manda! —exclamó el Jefe cogiendo una botella de ron—. ¡1653! ¡Un Ron del siglo pasado!

El Jefe era un hombre imponente, sus hombros tapados por su chaqueta marrón de cuero, eran rectos y angulosos, sus piernas eran musculadas y fuertes. Su rostro moreno era de facciones duras, su cabellera era oscura y su barba se unía en una rasta decorada con algas rojas y verdes. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos: verdes como dos brillantes esmeraldas pulidas.

—¡Brindemos! —El Jefe abrió la botella de licor y dio un largo trago, lo pasó a su tripulante de la izquierda y se secó la boca con su manga.

—¡Jefe! ¡Tierra a estribor! !Ha aparecido de la nada! —chilló el vigía abriendo de golpe la puerta del camarote.

El jefe se abalanzó al portón, subió a cubierta y trepó a popa. Clavó sus ojos hacia en frente, irguió la espalda con lentitud y su piel se encrespó, su mirada se tornó profunda y humeante, la negrura manaba desde lo más profundo de su alma, expectante, fijó la mirada en lo que parecía ser una gran isla que poco a poco se acercaba a la embarcación en silencio.

Se empezaron a oír unos susurros acompasados, primero muy débiles, pero poco a poco se iban convirtiendo en unos profundos y misteriosos cánticos que hacían vibrar el aire.

—¡Vira! —chilló El jefe—. ¡Voltea Zeus!

Pero el marinero restó quieto, con la mirada perdida en las rocas de esa isla cada vez más cerca. La tripulación salía del camarote del capitán, todos alelados por los cantos de lo que parecían mujeres. Voces finas y agudas que cantaban a coro habían entrado por sus orejas y se habían apoderado de su conciencia. Todos estaban ensimismados mirando la tierra.

El Jefe fue corriendo a la otra punta del barco, cogió el timón con las dos manos, y dio dos vueltas enteras para hacer girar aquel navío. Pero no se movía, el barco iba directo a la isla, ignorando lo que el capitán le ordenaba, haciendo caso omiso de los gritos e insultos en nombre del alta mar.

El capitán, ya abatido de intentar hacer virar el barco, se dirigió a sus marineros, se puso delante de cada uno y los zarandeaba, chillando insultos y pidiendo a gritos que volvieran en sí, ninguno le hizo caso, el más bajito lo apartó y se tiró por la borda. El jefe no pudo pararlo, y al subir otra vez a popa se dio cuenta de que la isla rodeada de rocas estaba justo delante del barco. Entonces pudo ver claramente quién cantaba. No eran mujeres.

Eran sirenas.

Sirenas encima de las rocas, sirenas dentro del mar, con una piel fina y delicada, con facciones pequeñas y labios gruesos, con ojos color almendra, azules, turquesa, verdes y miel. De cintura hacia abajo tenían una gran cola, una cola de delfín formada por miles de escamas de todos los colores, y aletas mas finas y más transparentes que el cristal. El barco paró, también alelado por las medio- mujeres.

Pero el capitán no sucumbía, ataba a todos los tripulantes que podía, les quitaba los cuchillos para que no pudiesen escaparse, pero la gran mayoría saltaba y se lanzaba de cabeza al mar. El jefe era inmune, era plenamente consciente de lo que hacía, conocía sus sesenta años; todo su pasado como la palma de su mano.

Cuándo los tripulantes caían al mar, las sirenas que estaban a su lado se tornaban feas y deformes, sus narices se aplanaban hasta que solo quedaban dos agujeros en su rostro, su piel y sus cabellos se ponían verdosos y sus dientes se transformaban en millones y millones de agujas curvas de color paja, repartidas en tres filas. Cogían a los hombres y los llevaban bajo el agua, nadando a una velocidad inhumana hasta que los pobres marineros se quedaban sin respiración y morían por el peso que el agua ejercía sobre su cuerpo.

El jefe no pudo salvar a nadie, los atados se soltaron y saltaron, y él sin pensarlo dos veces se tiró detrás de ellos.

Cayó al agua de cabeza, y nadó hasta la superficie. Nadie le atacaba, ninguna sirena se acercaba a él, no pudo quedarse más atónito. Las sirenas cogieron los hombres y se los llevaron a las profundidades, y así hasta que no quedó mas que una sirena. Una sirena de cabellos naranjas y de ojos miel, con el rostro lleno de pecas aleatorias que se acumulaban en sus pómulos. Ésta se acercó a él. El jefe estaba a punto de nadar al barco cuándo ella dijo:

—No huyas Santiago —su voz estaba rota—. Soy yo.

—¿Que quieres de mí? —Santiago no huyó, se quedó esperando a que se acercara él, y así lo hizo. La sirena se acercó a él, y sacó las manos del agua. En ellas llevaba una cesta con tres criaturas del tamaño de un puño.

—Tú eras así cuándo te quitaron de mis manos y me quitaron la voz. Quiero que cuides de éstos niños, quiero que vivan felices, en familias buenas. También tienen el sello —dijo mirando la muñeca del hombre—. Les protegerá cómo te ha protegido a ti. No sólo de nosotras. Te he quitado los lazos que amarran tu barco en este lugar. Huye. Te quiero —le dijo dándole la cesta y acariciando su mejilla—. Cuídate.

El jefe asintió, se despidió de ella con una mirada triste y rota, y marchó.

1 comentario:

  1. Hola, no se si lo sabrás, pero te he nominado al Liebster Award en mi blog, espero que lo hagas: http://thereadersfantastics.blogspot.com.co/2016/06/liebster-award.html

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